Svetlana Alexiévich ha ganado el Premio Nobel de Literatura 2015 por «sus escritos polifónicos, un monumento al sufrimiento y al coraje en nuestro tiempo».
Sara Danius, Secretaria Permante de la Academia de Suecia, en una entrevista luego del anuncio ha declarado que Alexiévich es reconocida por sus historias de emociones más que de eventos históricos. Y claro, las emociones que viven las personas que sufren los eventos históricos son realmente impactantes. Y sobre esas emociones de personas que Alexiévich ha realizado su trabajo. A otros está de escribir sobre los eventos mismos, los que tienen innumerables facetas que nos dan lecciones para corregir errores en las decisiones de los gobiernos.
La ahora galardonada escritora, luego de conocer la noticia, en una rueda de prensa ha dicho: «Respeto el mundo ruso de la literatura y la ciencia, pero no el mundo ruso de Stalin y Putin». Sus críticas con la propaganda gubernamental fueron sofocadas hasta el inicio de la perestroika.
Una de sus obras que interesan al mundo nuclear fue “Voces de Chernóbil”, que fue publicada por Siglo XXI de España Editores en 1997, once años después del mayor accidente nuclear hasta ahora conocido. Efectivamente, escuchar a las viudas de los bomberos que fueron expuestos a altas dosis de radiactividad nos entrega una alta dosis de emotividad. La declaración de una de las viudas de ese evento, al ver el cuerpo de su esposo es transcrita por su la escritora en “Voces de Chernóbil”:
Tenía el cuerpo entero deshecho. Todo él era una llaga sanguinolenta. En el hospital los últimos dos días, le levantaba la mano y el hueso se le movía, el hueso le bailaba, se le había separado la carne. Pedacitos de pulmón, de hígado le salían por la boca. Se ahogaba con sus propias vísceras. Me envolvía la mano con una gasa y la introducía en su boca para sacarle todo aquello de dentro. ¡Esto no se puede contar! ¡Esto no se puede escribir! ¡Ni siquiera soportar! Todo esto tan querido… Tan mío. Tan… No le cabía ninguna talla de zapatos. Lo colocaron en el ataúd descalzo.
Ante mis ojos. Vestido de gala, lo metieron en una bolsa de plástico y la ataron. Y, ya en esta bolsa, lo colocaron en el ataúd. También el ataúd, envuelto en otra bolsa. Un celofán transparente, pero grueso, como un mantel. Y ya todo esto lo introdujeron en un féretro de zinc. Apenas lograron meterlo dentro. Sólo quedó el gorro encima.
Vinieron todos. Sus padres, los míos. Compramos en Moscú pañuelos negros. Nos recibió la comisión extraordinaria. A todos nos decían lo mismo: no podemos entregaros los cuerpos de vuestros maridos, no podemos daros a vuestros hijos, son muy radiactivos y serán enterrados en un cementerio de Moscú de una manera especial. En unos féretros de zinc soldados, bajo unas planchas de hormigón. Deben ustedes firmarnos estos documentos. Necesitamos su consentimiento. Y si alguien, indignado, quería llevarse el ataúd a casa, lo convencían de que se trataba de unos héroes, decían, y ya no pertenecen a su familia. Son personas oficiales. Y pertenecen al Estado.
Subimos al autobús. Los parientes y unos militares. Un coronel con una radio. Por la radio oía: «¡Esperen órdenes! ¡Esperen!». Estuvimos dando vueltas por Moscú unas dos o tres horas, por la carretera de circunvalación. Luego regresamos de nuevo a Moscú. Y por la radio: «No se puede entrar en el cementerio. Lo han rodeado los corresponsales extranjeros. Aguarden otro poco». Los parientes callan. Mamá lleva el pañuelo negro. Yo noto que pierdo el conocimiento.
Me da un ataque de histeria: «¿Por qué hay que esconder a mi marido? ¿Quién es? ¿Un asesino? ¿Un criminal? ¿Un preso común? ¿A quién enterramos?». Mamá me dice: «Calma, calma, hija mía». Y me acaricia la cabeza, me toma de la mano. El coronel informa por la radio: «Solicito permiso para dirigirme al cementerio. A la esposa le ha dado un ataque de histeria»…
El mundo está plagado de emociones controversiales incongruentes que confirman las inequidades de discriminaciones de poderes dominantes.
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