Salpo, 1958 – 1960
Regreso a la cuna (Salpo, Otuzco, La Libertad)
Escuela 255
Clarita, mi madre, no se acostumbró lejos de su tierra. Cuando mi padre construía la casa en el barrio Bolívar, a mediados de los 50s, ella solía decirle:
- «Alvarito, ¿por qué tanto trabajas para hacer una casa en Chimbote, si vamos a regresar a Salpo?».
El año 1958 regresó a Salpo, y me llevó con ella. Traumática fue mi llegada a Salpo (3600 m.s.n.m.).
Luego de gozar del verano chimbotano, en la playa frente al Hotel de Turistas, me encontré con un mundo de lluvia torrencial, granizo, rayos y truenos.
Habiéndome acostumbrado al chilcano de pescado, choros y cangrejos en Chimbota, mi primera comida en Salpo fue un plato de sopa de trigo medio molido con papas, llamado shambar.
Luego, claro, me acostumbré y terminó gustándome, pero sobre todo el «shambar entero», que de vez en cuando venía con algo de carne o piel de chancho. El plato más apreciado era el guisado de cuy, el que llegaba en ocasiones especiales.
Lo más sabroso era, sin lugar a duda, el jamón. Colgado cerca al fogón, siempre fue tentador. De vez en cuando la abuelita Lastenia me permitía cortar una presa y ponerla cerca a las brasa para cocerla.
Otra delicia era el plato de huevo revuelto con ají y papas sancochadas. Los huevos eran de gallina de campo, obviamente: sabrosos.
Lo que extrañaba eran las frutas. Del campo cogía tunas y frutillas silvestres. Los domingos había mercado en la que participaban mercaderes de los caseríos situados a menos altitud. Se conseguía naranjas, mangos, plátanos, manzanas, pacayes, entre otras.
Luego de mi adaptación, mi madre me llevó a la escuela, donde tenía que seguir mis estudios primarios.
El primer día de escuela fue especial. Una ceremonia en la plaza central, donde se situaba la Escuela 255, frente a la iglesia. Mis compañeros se conocían entre sí. Habían estudiado tres años e ingresábamos al tercer año de primaria.
Se formó 6 columnas, frente al jardín central, con cara al imponente cerro Ragash. A la derecha estaba la vetusta iglesia de la que sobresalía su viejo campanario. A la izquierda estaba el local de la escuela.
La trompeta de Wilson Pérez tocó saludo a la bandera. Luego cantamos el himno nacional. El director anunció el inicio del año escolar, advirtiendo que los alumnos que llegaran tarde o mal vestidos formarán una séptima columna y recibirían su castigo. En ese momento, la séptima fila tenía 6 alumnos y un séptimo se unía. Es Villacorta, que vive en los “Tres Shulgones” me dijo mi compañero de columna y primo José.
Al final de la ceremonia de inicio del año escolar, desfilamos a nuestros salones. El nuestro era al nivel de la plaza. El local tenía tres pisos. El primero era almacén. Su puerta daba a la cancha de fútbol, al borde de la empinada ladera que llegaba hasta el lejano río Chanchacap. En cada carpeta se ubicaron dos alumnos. Me tocó con Wilson Pérez.
- Donde vives – le pregunte.
- En Purrupampa, donde empieza la puna, al lado del cerro Ragash – me respondió calmadamente. A una hora de camino -añadió.
Cuando ingreso el profesor, todos nos pusimos de pie.
- Es el maestro Estuardo Meléndez – susurró Wilson.
El maestro tomó su libro y empezó a copiar oraciones en la pizarra. Los alumnos tomaron sus cuadernos de borrador y empezaron a copiar lo que el maestro copiaba.
La campana del recreo me salvó de mayor aburrimiento. Salimos a jugar canicas y choloques. Algunos tenían trompos, que jugaban haciendo avanzar monedas en el suelo. Los más duchos lanzaban el trompo y lo jalaban para bailar en sus manos.
Al medio día partimos a casa para almorzar. Los alumnos que vivían lejos tenían derecho a un almuerzo en un modesto restaurante. Les daban zango con una presa de carne y una sopa.
Regreso a clase, nos sorprendió la lluvia. La lluvia producía ruido molestoso en las calaminas del techo del local. El frío me hacía tiritar. Regresé a casa del abuelo José. Tomé mi plato de shambar. El abuelo José me llamó a su lado para contemplar el horizonte desde el balcón, el que tenía la mejor vista a la región. Al frente estaba Otuzco la lejana capital de provincia.
- Nos iremos a dormir cuando veamos una estrella fugaz – me dijo muy tranquilamente.
- ¿Cuándo ocurrirá eso? – le pregunté preocupado.
- Veremos, me respondió con una sonrisa que inspiraba confianza.
No esperamos mucho. Una hora más tarde vimos cruzar la estrella fugaz y caer en el entorno de Otuzco.
- Abuelito ¿Cómo sabías que vendría pronto? – le pregunté-
- Siempre hay estrellas fugaces por estos lares – respondió repitiendo su sonrisa.
- Pero la gente no sabe de esas estrellas – le dije al abuelo que mi miraba como un maestro especial.
- Es que la gente solo mira al suelo. Yo te enseñará a observar el cielo y todo lo que nos rodea – respondió acariciándome la cabeza.
Nos fuimos a descansar. En la mañana no pude levantarme. Caí con neumonía. Dos semanas en cama, con tratamiento casero, y todos rogando para que no sucumba.